Una uva en el camino

2–3 minutos

El encuentro

En los últimos años he viajado mucho en autobús entre Vâlcea y Bucarest. Muchas veces durante la madrugada, en un intento de “ahorrar” tiempo —más bien sacrificando un buen sueño.

Aunque unas veces llego cansado y otras con dolor de cabeza, siempre llego con hambre.

El viaje dura entre tres y cuatro horas. En los días con más tráfico, he tardado hasta seis. Ajá, desesperante.

Cuando elijo viajar de día, y dependiendo de la estación, hay paisajes hermosos: los montes con vestidos diferentes. Es casi como un desfile de moda de la naturaleza.

Hay muchos factores que hacen los viajes más o menos llevaderos —como todo en la vida: el chofer, los pasajeros, el clima, el trayecto, otros vehículos, reparaciones… y uno mismo.

Otra razón por la que me gusta viajar de madrugada es el silencio. Y que los pasajeros no comen ni hablan en voz alta.

Esta última vez, viajé de día. A mi lado se sentó un extranjero que parecía hablar en tailandés.


La reflexión

En mi último encuentro-café con María, conversábamos sobre la necesidad de validación. De validar que somos humanos.

Andamos preocupados, estresados o frustrados con el quehacer diario, y de vez en cuando necesitamos un pequeño gesto que nos alivie el momento, o incluso el día.

Una sonrisa, un gesto, una buena broma. Quién sabe —sea lo que sea.

Cuando este extranjero se sentó a mi lado, pensé que ya éramos dos en el bus. Es la primera vez que noto la presencia de un extranjero —asumí que asiático— en este trayecto.

Al principio se sentó cerca y hablaba muy fuerte, así que lamenté no haber cargado mis audífonos. Intenté mirar el paisaje con mucha concentración, quizá eso me desconectaría del ruido.

Pero no duró mucho en su conversación, apenas un par de minutos. Y volví a mi “paz”.

Hacia el final del trayecto sacó unas uvas verdes y, extendiendo la mano, me miró directamente. En inglés me dijo que tomara una. Lo miré a los ojos y dije que no.

Sin moverse, volvió a insistir con una mirada tierna. Sacudió un poco la mano. Así que, en ese par de segundos, tomé una uva y sonriendo le dije “gracias”.

Imagina. Una sola uva no saciaría mi hambre —ya sé que estos viajes me abren el apetito— pero esta vez llegué sin sueño y sin dolor de cabeza.


La semilla de humanidad

Ese día recibí la validación que necesitaba: un pequeño gesto, esa insistencia particular de nuestras culturas, y también de algunos extranjeros.

Reproduzco varias veces ese momento en mi cabeza, y cada vez que lo recuerdo me hace sentir bien.

No es solo amabilidad. Es un gesto genuino de compartir. Dos extraños, de lados opuestos del mundo, en un mismo autobús. Si vamos a viajar juntos, al menos nos trataremos bien y, de alguna forma, nos cuidaremos uno al otro.

A veces está bien celebrar esos valores. Porque son piedras preciosas: únicas y raramente encontradas.

Usé inteligencia artificial para reconocer el idioma de los videos que él escuchaba. Vietnamita.

En un intento de pensar cómo darle las gracias en su idioma, el autobús llegó a mi destino y salí rápidamente.

Pero aquí va: Cảm ơn vì quả nho. (Gracias por la uva.)

Y a ti, gracias por leer.