Mis días grises

4–6 minutos

A veces, un día gris es simplemente eso: el cielo cubierto de gris. Pero después de haber vivido en 7 ciudades, el cielo gris puede también significar el anuncio de la lluvia. Y hay distintos tipos de lluvia. La lluvia me gusta. No me entristece, me pone nostálgico. Me inspira. Me da ganas de escribir. De mirar en cámara lenta. De escuchar.

Catedral y Plaza de Armas de Trujillo
[Omri D. Cohen – Unsplash]

Tengo dos perritas. Bubi, la primera. Ella cumplirá cuatro años en diciembre. Es una braco húngaro. Tiene una energía desbordante que se desinfla cuando llueve. Tiene esos ojitos tristes que buscan hacer contacto con los míos cuando salimos a la calle durante la lluvia. Me da ganas de abrazarla infinitamente.

La segunda, Coco. Cumplirá tres años en septiembre. Ella es usualmente tranquila. Pero cuando llueve, se activa. Quiere morder la lluvia. Mira hacia el cielo casi como si quisiera identificar qué nube exactamente le está escupiendo. Y si encuentra un charco, es su oportunidad salpicar todo lo que pueda.

Nací en Trujillo. En la costa norte del Perú. Trujillo recibió el nombre de la ciudad de la eterna primavera. Pero con el cambio climático, ya no es tan cierto. Cuando viví ahí hasta mitad de mis veintes, no recuerdo haber tenido días grises. O quizá si hubo días grises, pero comparado a los que vi después, ya no me parecen tan grises.

Inmediatamente después de graduarme de la facultad, tuve un viaje para hacer prácticas en una agencia de comunicaciones en Bogotá DC. Durante tres meses caminé una hora para ir al trabajo, y una hora más para volver. Y la habitación del departamento en el que me hospedé tenía una ventana gigante desde la cual podía observar el cielo, y la lluvia azotar el vidrio.

Bogota DC

[Gustavo Sanchez – Unsplash]

Bogotá es fría. Un promedio de 10-12 grados celsius (50-53 en Fahrenheit) durante el año. Y cuando llueve, llueve a cántaros. Recuerdo caminar con los zapatos, las medias y mis pantalones mojados. Pero me encantó. Fue la primera vez para mí que el gris de las nubes anunciaba una lluvia torrencial, ¡y en la ciudad!

Viví 3 años en Lima. Gris como panza de burro. El calor durante el verano es intenso. Pero es cierto, que el resto del año, el cielo ahí suele ser gris. No solo por las nubes, sino también por la contaminación. Y el color del cielo combina con el del concreto de las veredas de la ciudad.

Lima me introdujo a un trabajo a través del cual visité otras ciudades en la cordillera de los Andes y en el Amazonas. Conocí la lluvia de las montañas, y la lluvia de la selva. La lluvia de la temporada de lluvia, y la lluvia de la temporada de menos lluvia. ¡La naturaleza es una locura!

Costa de Lima

[Falco Negenman – Unsplash]

Oradea, nueve meses. Fue la ciudad donde hice mis primeros cursos de rumano cuando llegué a Rumanía. El gris de su cielo fue mi primera introducción a un invierno de verdad. Crudo y deprimente. Pasé mucho tiempo en mi habitación. Comiendo chocolates, tomando té hirviente, y tomando baños largos de agua caliente.

Oradea

[Theo Lonic – Unsplash]

Ankara. Fui por un intercambio del programa de mi maestría del ministerio de educación rumano. Cuatro lindos meses. Conocí el cielo gris por la nieve. Y el cielo gris por el granizo. Pero era un gris que me invitaba a sentarme a tomar un café turco, donde fuera. Siempre encontraba sillas pequeñas, mesas de colores. Lugares visualmente muy atractivos. Al final terminé aprendiendo a hacer mi propio café turco. Y ahora que lo pienso, debería empezar a hacerlo otra vez. Ah, casi puedo olerlo.

Ankara

[Ekrem Osmanoglu – Unsplash]

Me gustan los días grises en Bucarest. Si puedo, intento llegar a casa antes de que empiece a llover. He aprendido a interpretar el cielo. Mejor dicho: he aprendido a ver la aplicación del clima y a hacerle caso.

Si me encuentra la lluvia en la calle, me lleva a una introspección profunda. Me detiene. Me hace cantar. Me hace observar a la gente que corre, que se cubre con bolsas de plástico o paraguas. O a los carros que pasan sin compasión y mojan a todos los peatones.

Gara de Nord (Estación de tren del Norte)

[Marius Spita – Unsplash]

Me quito los audífonos, si es que los llevo, para oír la lluvia caer. Para escuchar los truenos si es que los hay. Y cuando los hay, me gusta detenerme para ver los relámpagos.

Sin embargo, debo confesar que muchísimo más me gustan los días grises de Costesti. Puedo sentarme en la terraza y mirar hacia los montes. Sea verano lleno de insectos, o primavera, invierno cubierto de blanco, u otoño con su diversidad de colores, su gris es una invitación para sentir. Para pensar. Para descansar. Para respirar.

Ahí es donde he sentido una conexión más fuerte con la naturaleza. No sé si por las estaciones, o porque ya no voy tan rápido como antes.

Mis días grises —los del cielo de mi alma— esos se parecen más al invierno en Oradea y en Bucarest. Esos días fríos en los que los árboles parecen apagados, y los edificios antiguos hacen que todo se vea más rígido, más gris por dentro.

Costesti – Valcea

[Facebook: Comuna Costesti Valcea]

Esos días no son fáciles. Sigo con mis rutinas, claro. Pero los pensamientos toman otro tono. La energía se mueve distinto. Parece no haber mucho que hacer, sino más bien escucharse a uno mismo.

A veces pienso que todo lo que necesito es una excusa para ir más lento. Y los días grises son eso para mí: una invitación a detenerme. A dejar de correr. A mirar la ciudad y decir: hoy tampoco salió el sol, y no pasa nada.