Lo que estoy desaprendiendo

4–6 minutos

«Planificar es importante. Necesito planificar. El futuro es ahora mismo. ¿Quién sabe qué traerá?»

«Son amables conmigo, eso debe significar que tienen buenas intenciones. Tengo que ser amable con todas y todos. Si somos amables uno con otro, entonces somos amigos.»

«Tengo que ser el mejor. Todo el tiempo. En todas partes.»

«Mientras descanso, otros avanzan. No puedo descansar.»

«Nadie puede provocarme. Debo mantenerme sereno, siempre.»

Y lo más importante: «tengo que demostrar que puedo con todo. Que no hay nada que no pueda hacer.»

Todas esas frases de arriba era lo que creía acerca de mí. ¿Era consciente de eso? No lo creo. Funcionaba en automático desde hacía mucho tiempo. Planificar me garantizaba resultados. Amabilidad significaba sinceridad. Ser exitoso era igual a productividad constante y sobreesfuerzo. Decir que no era fracasar, y ser egoísta.

Y las emociones—especialmente la ira—no tenían cabida.

Planificar fue mi forma de responder a la inestabilidad e incertidumbre—un acto de previsión, de responsabilidad, incluso de esperanza. Me dio estructura cuando pensaba que la vida no me la ofrecía. Ser amable era una herramienta de supervivencia. La compostura me ayudaba a reducir riesgos—tanto externos como emocionales—en un contexto donde la criminalidad y la discriminación eran parte de lo cotidiano.

Sentir ira era difícil. Me sentía juzgado por estar molesto, o simplemente no sabía cómo expresarlo con palabras o comportamientos saludables. Así que lo guardaba.

Lograr cosas era que celebraba con mucho entusiasmo e impaciencia. Recuerdo mi salón de la escuela llamado “homogéneo”, donde unos 30 o 40 estudiantes (de 150 o 200 en total) éramos seleccionados según nuestro rendimiento académico. Muy competitivo.

Crecí rodeado de hermanos y compañeros de clase que se destacaban constantemente. Interioricé que tener valor significaba destacar.

Ese estilo de planificación—que antes me parecía una fortaleza—empezó a desbaratarse en mis treintas. Especialmente cuando la vida (y el mundo—¿recuerdas la pandemia?) se negaban a seguir un libreto.

Entré en un ciclo interminable de demostrar mi valor a través del rendimiento y resultados. Se sentía bien pero por muy poco tiempo. Me daba vergüenza necesitar descanso o ayuda. Eso no encajaba con la identidad que quería construir.

Eventualmente, un día mi cuerpo me dijo: ya basta. Las dos hernias discales en la zona lumbar no fueron solo físicas. Fueron un mensaje real y tangible.

Recuperarme tomó cinco años. Significó mucho dinero, atención, tiempo, y esfuerzo. Cambió la forma en que me trataba a mí mismo. Aprendí que cuidar de mi cuerpo es una responsabilidad.

Mi estilo de vida ha cambiado. Priorizo hábitos sostenibles. He modificado mis entrenamientos para incluir días de descanso. He buscado trabajos que me permitan moverme, que no me aten a una silla.

Empecé a hablar más abiertamente con otras personas sobre su salud. Y me ha hecho sentirme menos solo. La vulnerabilidad se ha vuelto sinónimo de conexión. El descanso, que antes me generaba culpa, se ha vuelto un refugio. Y el silencio—que antes sentía como castigo—ahora es sagrado.

Algunos escritores me recordaron que escribir también es una forma de sanar. En estos últimos años he leído a Orhan Pamuk, cuya forma de escribir sobre Estambul me ha inspirado a observar y escribir sobre todo lo que veo, escucho y vivo. Edith Eger, cuya historia de cómo recuperar la libertad tras sobrevivir al Holocausto me ha marcado profundamente. Irvin D. Yalom, y su pasión por la psicoterapia, me ha mostrado la importancia de la compasión hacia los demás y hacia mí mismo.

La terapia me trajo de vuelta a tierra firme. Me ha ayudado a separar mi identidad de mis logros. La amabilidad se ha vuelto algo que también me ofrezco a mí mismo. La incertidumbre ha dejado de ser una amenaza y se ha convertido en una invitación para imaginar todos los caminos posibles.

Un día, me senté con mi mejor amiga a hablar sobre los planes de cada uno para el futuro. A ella le gusta tomarse el tiempo de dejar que las cosas se asienten y las asimila con tranquilidad. Yo, en cambio, sentí una profunda envidia por esa paciencia. Me pregunté por qué siempre he ido con tanta prisa. Quizá lo más conmovedor es que su lentitud me ha invitado a replantear mi propio ritmo.

Ahora me digo que está bien no saber. No saber cómo hacer algo, o no saber qué traerá el futuro.

Estoy aprendiendo a aceptar la imprevisibilidad de lo externo—lo político, lo social, lo económico. Estoy aprendiendo a ver más allá de las apariencias y a honrar la autenticidad—la mía y la de los demás.

Mi cuerpo se siente más tranquilo, más sano. Me doy tiempo para descansar—del ejercicio, del trabajo, de la gente, incluso de mis propias tareas de casa. He comprendido que el éxito no es velocidad ni productividad, sino alineación—con mis valores y con mi salud.

He empezado a establecer límites reales y claros. Ya no me siento culpable por decir lo que no está bien para mí. A veces esta nueva versión de mí se siente extraña. Pero puedo ver todo lo bueno que ha traído. Y sigo desaprendiendo esa dureza conmigo mismo por no haber sabido cómo hacer las cosas mejor.

Ser fuerte, para mí ahora, significa poder decir cómo me siento. Me permito experimentar todas mis emociones—ira, alegría, miedo, tristeza—no para controlarlas o esconderlas, sino para sentirlas y decirlas.

Y eso, finalmente, se siente como mi hogar.