Era martes—por «suerte» un día más tranquilo. Con el calor de mi abrigo de invierno en una primavera que aún no ha despertado del todo, y el bip de la puerta de la oficina cerrándose detrás de mí saludé a dos colegas. Había planeado el día: llegar a la oficina una hora antes y evitar la ola de saludos. Así que la reincorporación empezó en silencio.
Hubo dos momentos que me hicieron titubear: bajar las escaleras de la salida del edificio donde vivo, y las de la salida del tren subterráneo en dirección a la oficina. Las pensé como umbrales entre quién fui y quién intento ser ahora.
Había pasado tres meses. Suficiente para olvidar lo lejos que está la cafetera de mi escritorio—pasando oficinas, girando un par de esquinas. Con una pantalla digital con decenas de opciones (siempre escojo un espresso doble) ahí estaba otra vez. Y con ella, la reconfortante presencia de la leche de avena ilimitada, como recordatorio de que algunas cosas no cambian.
En casa, en cambio, todo es distinto. Mis perritas que esperan cada segundo para jugar conmigo o descansar juntos. Mi pequeña comunidad de plantas que crece sin alardear. Había visto mi ficus volverse verde de nuevo, después de varias semanas en un rincón con demasiada luz. La observé aprender a crecer otra vez. Así como lo estoy haciendo yo también.
Esa primera semana tuvo algunas llamadas de (re)bienvenida. Algunas caras conocidas se acercaron despacio, con amabilidad. Sonreí, respondí, dije que estaba bien. Y aunque he agradecido cada gesto, no puedo negar lo que siento muchas veces: apartarme en un intento de preservar ese silencio no encontrado sino construido. El ruido de la vida social me parece demasiado difícil de pasar.
Ese primer día llevé un collar plateado con el escudo del Perú. No fue un amuleto—fue un acompañante. Un símbolo de mis raíces. Un pequeño ancla en el descubrimiento de esa nueva versión de mí mismo.
Mi trabajo sigue siendo el mismo, pero yo no. Antes, me lanzaba proactivo, enfocado. Creyéndome inquebrantable. Ahora me muevo con cuidado. No por miedo, por compasión a mí mismo. Miro mis responsabilidades con otros ojos. Estoy ahí. Me conecto a las reuniones. Recorro el camino conocido hacia la cafetera. Y empiezo a notar detalles como la pausa antes de hablar o responder y el silencio que dejo alargarse.
Hay una pregunta que todavía no sé cómo responder: ¿Cómo se siente volver?
Algunos me han dicho que mi comportamiento ha cambiado por distintas razones que ellos realmente no conocen. Para mí por dentro todo es más tranquilo. Menos urgente. Más deliberado. Para mí este regreso no es retomar lo que dejé. Sin dar explicaciones, se trata de empezar de nuevo—en silencio, y a mi propio ritmo.
