Algo que tenías y ya no lo tienes más. La presencia de alguien, que ya no la tendrás más. Los sentimientos que surgen como consecuencia de esa ausencia. Duele.
Me fastidia un poco la cabeza. No sé si es que no he tomado suficiente agua esta mañana. O el aire frío de invierno en medio de este lío de cambio climático. O porque no he tomado café todavía. O si es dolor.
Su nombre era Judith. Era una de las hermanas de mi mamá. Dirigió un proyecto social por más de 20 años. Le escuché contar la historia de esa iniciativa incontables veces. Siempre tenía el mismo efecto oír la parte en que los niños a los que había ido a ver por un estudio le dijeron: «vienes, nos oyes hablar, y te vas sin hacer nada».
Empezó con un albergue para niñas, niños y adolescentes (NNA) en situación de riesgo. Simplificando la explicación, con los cambios del Estado, el albergue se convirtió en un centro residencial.
Fui voluntario ahí pero también trabajé oficialmente con ella. Así es como nos conocimos más allá de lo familiar.
Una vez, agotado y confundido por la injusticia social le pregunté qué era lo que le daba fuerzas cuando veía que no había salida. Entonces me dijo rápidamente y sin explicaciones: «fe». Nos miramos, sonreímos y nos abrazamos.
Estos dos últimos años volví a visitar el proyecto. Intentando darle forma a una iniciativa musical y educativa, nos sentamos varias mañanas a discutir. Y como siempre la vi hacer al final de cada reunión, me agradeció y me dio un abrazo.
Lindo. Así me llamó varias veces en mis últimas visitas y en videollamadas cuando hablaba con mi mamá. Aunque me hacía sonrojar y no sabía qué responder, era una palabra que me hacía sentir bien.
Sentados una vez más a la mesa, discutiendo sobre el proyecto me dijo que estaba orgullosa de mí. Entonces le dije: «No. Yo estoy orgulloso de ti, de tu trabajo. Del impacto de tu trabajo. Yo estoy agradecido». Porque viendo su ejemplo he entendido que aunque mire al pasado y no me guste, puedo con fe abrir un mejor camino para mí mismo.
